miércoles, 11 de diciembre de 2013

Anegados (Capítulo 9)

  —¿Esto azul es agua?
  —Sí, una gran red de agua.
  —¿Me estás diciendo que desde Brasil, pasando por Paraguay, Uruguay y nuestro noreste hay una conexión con los lagos del sur, con la Patagonia? —casi estaba gritando mi pregunta.
  —Sí, querida, una profunda conexión, y no solamente eso, mirá —me dijo señalando unas líneas dibujadas y sonriéndome.
A la par de los ríos subterráneos pintados en azul en el mapa, se veían recorridos en marrón, como si de rutas se tratase. Lo miré de reojo casi ofuscada por la ansiedad de descubrir la historia al completo. Estaba a mi lado, extendiendo prolijamente el mapa,  pensé que habría sido muy atractivo de joven, con su camisa blanca que olía a jabón, a limpio, los ojos claros y la piel morena, todo me daba pistas de que estaba ante un hombre deseado por el público femenino, ¿viviría solo?
  —¿Y de qué se tratan las líneas aledañas?
  —De caminos subterráneos, los que yo descubrí.
  —¿Y para qué están? ¿Quién los hizo?
  —Lo desconozco, pero aparentemente son túneles cavados por las civilizaciones indígenas, ellos parecían conocer los cauces, las conexiones.
  —Una red subterránea de agua y caminos —murmuré sorprendida—, esto es una riqueza monumental, ¿y cómo los encontraste? —me lo quedé mirando fijamente, consciente de que hasta hacía unos pocos días no lo conocía y ahora charlaba con él con la confianza que da una amistad atemporal.
  —Cuando volvimos a la costa, sin saber cómo, ni qué había pasado, despertamos con la piedra al lado y una especie de energía, de luz. Vos no te despertaste y te llevaron a un hospital, nosotros guardamos la piedra porque imaginamos que era la razón de nuestra vuelta a la vida. Cuando la agarramos sentimos que nos cambiaba, que latía como un ser vivo. Hicimos un pacto, nos volvimos sus fieles guardianes, decidimos que yo me encargaría de esconderla y cada uno de nosotros emprendió un proyecto que tiene que ver con el cuidado de esta maravilla que nos trajiste y mientras tanto te esperábamos, porque sabíamos que volverías —me apretó el hombro derecho como reafirmando sus palabras—. Los cambios se hicieron claramente visibles con el paso del tiempo, ninguno de nosotros envejeció más allá de lo que lo estábamos en aquel momento. Y las cosas nos fueron muy bien. El beneficio se extendió para todo el pueblo, Raúl fue quien descubrió las aguas termales que nos bendice a todos con trabajo, con turismo, con salud. Luego investigué el Acuerífero Guaraní, y estaríamos horas hablando de mis incursiones hasta hallar todo lo que viste en el mapa —respiró profundo y suspiró—.  ¿Sabés cuál será el motivo de las guerras en el futuro, Nora?
  —¿Qué la humanidad se matará por el agua potable?
  —Exacto. ¿Entendés que tengamos visitas “inesperadas” continuamente y que nos controlen?
  —Claro —dije estremeciéndome—, ¿corremos peligro?
  —Nosotros no, tenemos la piedra —dijo abriendo el cofre y  pasándomela con cuidado—, pero nuestros recursos son más que deseados por muchos intereses económicos y políticos. Te siguieron cuando supieron que venías. Y ya van varios intentos de robo y te aseguro que  controlan la zona. Las grandes potencias ya se pusieron en movimiento, el Banco Mundial está metido en la investigación conjuntamente con ciertos países “muy interesados”. Y de la piedra saben de su existencia pero no saben de sus poderes. Pero saben quiénes somos, Nora, y no nos pierden de vista ni un segundo.



miércoles, 4 de diciembre de 2013

Anegados (Capítulo 8)

Para eso había venido, para encontrar las respuestas y darlas. Todo confluía en un punto de encuentro. Nora no sabía el rumbo de sus pasos, se movía como una marioneta, como una muñeca desarticulada, se pensaba al control de lo sucedido o de lo que sucedería.  Ingenua, creía que decidía el camino, el de ida y el de vuelta, incluso imaginaba empujar hacia delante el final del mismo. Y mientras tanto, fuera de sus cinco sentidos, alguien estaba tirando los dados y decidiendo en qué casilla se pararía, o qué número le tendría que tocar para saltar hacia otro lado. Desconocía Nora a los jugadores, desconocía las fichas, desconocía las reglas del juego. Pero a veces creía que podía encontrar la verdad, y ella había venido para eso, para encontrarla.

Bajamos unas escaleras hacia el subsuelo de la casa, pasamos por una sala inmensa destinada a juegos, una mesa de pool, un metegol, sillones y una mesa amplia de madera. En una de las paredes había una puerta de cristal empañado, ante mi interés Anchorena me dejó husmear. Era la zona de aguas. Una piscina tan grande como la de cualquier club de barrio. Un jacuzzi burbujeaba en un costado de la piscina y el olor a cloro invitaba a dejarse relajar en el abrazo de las aguas. Al final se adivinaba una sauna de madera, como si de una  casita finlandesa se tratase. Y en el techo falsas estrellas se iluminaban, ahora de color azul, ahora de color rojo, ahora blancas y relucientes. ¿Con quién viviría? No había visto a nadie en el recorrido de la mansión. Ni siquiera personal de limpieza o mantenimiento. Era extraño.
  —¿Seguimos? Luego si querés te podés meter en la piscina. Mi hogar es tu hogar —me dijo sonriente.
  —Gracias, de momento sigamos, tiene usted una casa increíble aunque creo que ya se lo había dicho, ¿no? Es la casa de mis sueños.

Seguimos andando y al final de un pasillo había otro acceso, esta vez a la bodega. Un olor a añejo, a madera alcoholizada me invadió de golpe. Infinitas botellas descansaban en el silencio del tiempo detenido, en el frescor de las sombras hundidas. Se acercó a un tonel, al que movió con una agilidad asombrosa, dejando entrever una nueva puerta en el suelo, como una trampilla que conectaba con una delgada escalera que descendía a una oscuridad más espesa que la de los vinos durmientes.
Ahí al fondo, de manera instantánea, se encendieron luces blancas y caminamos por un pasillo interminable, que estaba flanqueado por varias puertas con códigos y ventanitas para apoyar las huellas digitales. Llegamos a un ambiente con una temperatura adecuada, una humedad relativa controlada, como hacen en los museos, para que las obras de arte no se estropeen, ni se desintegren. Y en el centro un cofre, como en las películas, acristalado con una piedra rara dentro. Me acerqué con cuidado y pude observar los reflejos nacarados, ahora verdes, ahora azules.
Me esperaba y yo la buscaba. Latía imperceptiblemente y me di cuenta que me moría de ganas de tenerla en mis manos.

  —Esperá, que te voy a abrir el cofre —me dijo mientras se dirigía a un panel de control y comenzaba a marcar códigos numéricos.
  —¿Alguien más conoce este lugar? —le pregunté repasando las paredes blancas y desnudas que nos rodeaban.
  —Nosotros cuatro, solamente.
  —¿Nosotros cuatro?
—Claro, Raúl, Lidia, vos y yo.
—¿Lidia es la masajista?
—Exacto, y por cierto, dejá de llamarme de “usted”, me llamo Braulio.
—Ah, perdone, digo perdoná, Braulio
—Ahora vamos a recuperar los recuerdos, querida, vamos a ver si hay suerte.
  —Dale, pero antes, ¿qué son esos papeles que hay al costado?
  —Los planos que te comenté, si querés te cuento mi descubrimiento antes de darte la piedra.
  —Sí, contame, así me tranquilizo un poco.
  —Respirá y calmate, yo mientras tanto te explico —dijo agachándose a buscar los papeles en la caja aledaña al cofre —¿viste el Acuerífero Guaraní del que hablamos antes? Si te pareció un recurso increíble, mirá lo que tenemos.
Y desplegando un mapa de papel, me señaló unos trazos dibujados en una superficie llena de códigos y letras de las que desconocía su significado, y colores diferentes entre los cuales, el azul, era el predominante. Así, a simple vista, lo que me parecía estar viendo, era fantástico.





miércoles, 27 de noviembre de 2013

Anegados (capítulo 7)

  —Tenemos que salir de acá, ¿podrás caminar?
  —Creo que sí, ¿adónde vamos?
  —A un lugar seguro —contestó extendiéndome sus manos.
  —Bueno —dije aceptando su ayuda y levantándome con dificultad—, lo sigo.
Salimos del museo y afuera estaba el Mercedes de Anchorena, brillando opulento al sol. En el camino, mientras intentaba ordenar mis pensamientos o al menos hacer recuento de los hechos, casi no hablamos. Sonreí pensando que hacía poco tiempo había dicho en broma, en el interior de otro coche, que quería conocer al misterioso señor rico. Y ahí estaba yo, paseando en un coche de lujo.
Dejamos atrás las sencillas calles del pueblo y nos adentramos en una zona apartada, boscosa. Entre el verde explosivo estaba su mansión. Porque era una mansión, no una casa.
  —¿Es su casa un lugar seguro? Perdone que lo ponga en duda, creo que tuvo “visitas inesperadas” la otra noche.
  —Es verdad, no se cansan de venir los muchachos, pero esta vez fueron demasiado lejos.
  —¿No se cansan de venir? ¿Significa que ya habían venido antes?
  —Claro, Nora, nos vigilan, nos controlan y de vez en cuando “nos visitan”.
  —¿Y qué buscan?
  —Buscan varias cosas y la más importante es “La piedra”.
  —Pero a mí me dijeron que se la habían robado.
  —Por supuesto que me la robaron, me robaron una piedra. Pero no “La piedra”. Pero buscan más cosas, te lo aseguro. Entrá y ponete cómoda —dijo abriendo una puerta de madera imponente y dejando entrever un salón inmenso.
Los ventanales inmensos dejaban entrar la luz que dibujaba haces y millones de partículas flotaban en el aire ante mis ojos fijos. Una decoración exquisita en una residencia rústica. De lejos se oían los perros en el jardín. Me dejé caer en un sillón blanco mientras Anchorena desaparecía y regresaba con un par de refrescos. Me miró con ternura.
  —Demasiadas cosas para un día, ¿verdad? —dijo extendiéndome un vaso con jugo de frutas— Dale, tomate esto fresquito para recuperar fuerzas, que tenemos toda la tarde para hablar; vení, te voy a mostrar mi estudio y te voy explicando el tesoro que tenemos por estas tierras.
Lo seguí por una escalera de madera que comunicaba con la planta superior. Avanzamos por un pasillo y entramos en una biblioteca inmensa, absolutamente blanca, con cientos de libros de colores que se transformaron en miles ante mi mirada asombrada. El olor a libros viejos se mezclaba con la cera de la madera, y se transformaba en un aroma especial que me conectó con algo de mi pasado. En una de las paredes una pantalla gigante ya mostraba señales de conexión. Abrió las cortinas con un control remoto y volví a tener aquélla sensación de abstracción con los ojos casi perdidos en los puntitos que volaban ante mi. Me asomé a una de las ventanas abiertas y respiré con avidez el entrelazado perfume verde que me inundaba los pulmones.
  —Mirá, este es el Acuerífero Guaraní ¿oíste hablar de él alguna vez? —dijo señalando en la pantalla un mapa de Sudamérica.
  —No, no sé ni de qué se trata.
  —Se trata de un tesoro. Debajo de Argentina, Uruguay, Brasil y Paraguay existe la reserva de agua dulce más grande del mundo; si no la más grande, una de las más importantes. Podría abastecer a trescientos millones de personas, ¿te das una idea de lo que hablo? La extensión es de un millón ciento noventa mil kilómetros cuadrados, algo así como Francia, España y Portugal juntas, y aún un poquito más.
  —No tenía ni idea de que teníamos este recurso.
  —Eso no es todo, la reserva se va renovando, gastamos algo pero se recupera por la filtración. Hace ciento treinta y dos millones de años que funciona, que existe, ¿no te parece milagroso, o como mínimo extraño?
  —Me parece increíble —dije emocionada, como si además de descubrir que tenía un pasado olvidado también tenía una geografía desconocida. ¿Cuántas cosas más me desvelarían? Me sentía una ciega que volvía a ver y a la que le explican qué es cada cosa.
  —En algunos casos la profundidad es mínima, cincuenta o sesenta metros, en otras es de mil quinientos, es agua dulce en su mayoría, en algunos casos sale con propiedades curativas como pasa en nuestras termas.
  —Pero, ¿tiene algo que ver con la piedra? ¿Qué buscan en su casa?
  —Yo descubrí algo importante y tengo unos planos. Y la piedra ya lo sabés, ¿no? La encontraste vos y nos salvó la vida, nos la devolvió y nos mantuvo igual de jóvenes, o casi —dijo señalándose sonriente las arrugas—,  tal como éramos en aquel momento. Solamente vos sabés de dónde salió o quién te la dio. Nosotros nos beneficiamos y nos volvimos sus guardianes, porque ¿te imaginás que pasaría si cayera en según qué manos? Confiábamos en que si despertabas algún día regresarías y nos explicarías lo que había sucedido.
  —Lo que me cuenta suena a película de ciencia ficción —dije mirándolo fijamente.
  —Lo sé, pero vos viste las fotos.
  —Las ví y tengo la sensación de no hallar en mi cabeza piezas del puzzle.
  —A lo mejor te ayudaría si la volvieras a ver.
  —¿Y puedo hacerlo, puedo ver la piedra?
  —Claro, para eso has venido, Nora.




lunes, 18 de noviembre de 2013

Anegados (Capítulo 6)

Entonces se abrieron las compuertas. Las de su mente y las de la presa. Y fue agua turbia con peces perdidos, niñez lejana con sabor a dulce de leche, canciones alegres con acentos de lejos, fue momento antes del ahogo y después del fin, fue soledad incierta e insegura, ingenuidad sin parámetros para entender lo pasado, fue muñecas de trapo y rayuelas eternas marcadas con tiza en la vereda , fue adolescencia y esencia adolecida, fue troncos húmedos, arcilla roja, pelo envuelto en barro, fue aroma de algas, sentimiento verde de final del juego, ahí arriba el cielo, ¿o es abajo?, todo revuelto, todo, hasta saber que no habría más besos, ni más oxígeno y ya no había nada que recibir, ni dar, ni nada por hacer. Y al fondo del todo estaba la piedra. ¿Cómo dio con ella? En su sueño sin aire de mujer asfixiada, creyó ver a unos seres con la piel oscura, y el pelo negro, casi desnudos, que la acompañaban hasta una ciudad debajo del agua, un reino escondido, un submundo olvidado pero vivo. La acompañaron a ella,  los otros permanecían desmayados en el suelo cubierto de arcilla y rocas. Le hablaron pero no les entendía, y aún así,  la eligieron. Y le entregaron la piedra. Nada especial, una piedra gris, con reflejos azulados que se le antojó tibia y latente. Lo siguiente que recordaba era nada. Una nada inmensa, oscura, una nada con eco, que repetía los vacuos sonidos acuosos que aún resonaban en su mente. Nada.

  —¿Estás bien? —escuché lejos la voz de Anchorena.
  —Sí, estoy un poco mareada.
  —Te voy a buscar un vaso de agua.
  —No, no se vaya, dígame qué pasó, yo no recuerdo nada.
Anchorena se sentó en un escalón, al costado de dónde me había escurrido y con parsimonia comenzó a explicar la historia:
  —Unos pocos fuimos la resistencia, el grupo que trabajó para que no nos hundieran el pueblo, pero el negocio era demasiado grande, los intereses económicos hicieron que la balanza quedara en nuestra contra , como siempre, y los que mandaban en ese momento, decidieron que molestábamos. Nos detuvieron de noche, vinieron armados como si fuéramos un comando y nos llevaron hasta la nueva presa hidráulica, nos arrojaron atados y luego sucedió lo inexplicable, Nora  —dijo bajando la voz en un susurro suave—, porque los cuatro sobrevivimos,  aunque a vos te costó mucho despertar, quizá porque fuiste la que llevabas en las manos “La Piedra”. La noticia quedó reducida a que un viejo loco había desaparecido en el agua pero había regresado sano y salvo. De vos y de los otros dos no dijeron nada, quedó todo tapado, escondido, disimulado con la inauguración del nuevo pueblo. Supe interpretar un tiempo el papel de abuelo desquiciado, de romántico idealista obnubilado por el paso de los años. Y la historia ahí quedó. A vos te trasladaron a un hospital de la capital y luego supimos que te habían llevado a Europa. Pensábamos que habías vuelto con una misión o con un mensaje. Pero enseguida nos dimos cuenta que no nos reconocías —dijo sacudiendo la cabeza como si esto último fuera imposible.
No sabía si estaba soñando o me habían drogado, o las dos cosas. Pero ¿y las imágenes que me habían pasado como una película por la cabeza? ¿las había inventado? ¿estaría, el señor mayor que parecía tan abatido ahora y al que nunca había visto, hipnotizándome, sin yo saberlo?. En todos los casos me sentía muy cansada y lo que no comprendía ni por un momento es cómo podía ser que en las fotos antiguas que colgaban en las paredes calizas del museo estuvieran la masajista,  el señor Anchorena, Raúl y yo misma, y  que el tiempo no hubiese  pasado para ninguno de los cuatro.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Anegados (capítulo 5)

Cerré el ordenador y salí en busca del museo del pueblo. Me habían dicho que lo poco que tenían de recuerdos moraba entre aquellas paredes pintadas de cal blanca. Por dentro me sonaba un diálogo continuo, que me invitaba a parar esta búsqueda infructuosa. Pero ya no tenía marcha atrás, algo me empujaba a descubrir qué era todo eso que parecía una sesión de cine en tres dimensiones, a la que yo estaba invitada para presenciar las escenas de manera integrada, a veces como protagonista, a veces como público. Una brisa fresca me envolvió y me despeinó queriéndome arrastrar en sentido contrario. ¿Qué decía mi amiga madrileña de las piezas? Ah, sí, ahora lo recordaba, algo así como que ella era una pieza que no encajaba en ningún molde, que todo el mundo tiene su hueco para acomodarse menos ella. ¡Qué metáfora más gráfica para describir mis sentimientos!. Así me sentía desde hacía mucho tiempo, tanto que ya no lo recordaba. Por eso me había permitido el viaje de descanso, para desconectar y descubrir qué me pasaba. Había fracasado en casi todo. Dije casi, pero era en todo. Sonreí amargamente. Pero ¿por qué me había venido hasta aquí?. Había una ficha del puzzle que me faltaba, un hueco en mi memoria, una nebulosa que había pretendido no reconocer. Antes de zambullirme en la confusión de mi mente desordenada, llegué al museo. No había nadie y la calma era densa, infinita, era tan grande como el vaivén de la respiración del pueblo entero, como el vaivén del lago en dulce y suavísimo movimiento. Entré y tardé unos minutos en adaptar mis pupilas, que pasaban de la luz explosiva exterior a una semipenumbra húmeda con perfume de tierra mojada.
Respiré profundo, consciente de tener los dedos de las manos y de los pies en tensión, agarrotados, y la boca apretada como queriendo contener las palabras que se enredaban y se hundían. Mis pasos me llevaron a las paredes que contenían fotos enmarcadas, fotos en blanco y negro.
Enfoqué mis ojos en las fotos, una a una. Lo sabía. Los momentos detenidos en el tiempo, aletargados, eternizados en un cartón resquebrajado. Ahí estaban. Cada uno de los que había conocido. Estaba Raúl con sus ojos oscuros y su sonrisa conquistadora. Estaba la masajista que me había narrado el anegamiento entre velas e inciensos. Estaban todos mirándome. Estaba el viejo Anchorena, el más rico del pueblo. Eran fotos  de treinta años atrás. O más. Pero estaban igual que ahora. Exactamente igual.
  —¿Te encontraste en las fotos o te tengo que ayudar? —la voz sonó oscura, con matices terrosos, pero calma.
  —Señor Anchorena, al fin tengo el gusto de conocerlo  —le dije temblorosa, intentando simular una serenidad que no tenía—, ¿en qué fotos me tengo que encontrar?.
  —En éstas —dijo señalando un cuadro enmarcado en madera clara—. ¿Te reconocés?¿No cambiaste tanto,  ¿verdad? ¿Cuántas veces la gente te considera más joven de la edad que vos creés tener?, decíme. —añadió susurrando casi sobre mi hombro mientras yo miraba mi propia imagen en la foto. Una imagen de mí misma de treinta años atrás. Pero igual que ahora.  Ante mi silencio aterrado, me volvió a hablar.
  —¿No te acordás de nada?
  —¿Qué tengo que recordar? Esto es un engaño, intentan volverme loca o algo así. —intentaba gritar pero mi voz se deshilachaba en un murmullo que arañaba mis labios.
  —La piedra la encontraste vos, Nora.
  —¿De qué piedra me está hablando?
  —De la piedra que me intentaron robar, la que vos encontraste hace años.
De golpe me sentí cansada. Todo me daba vueltas alrededor. Me tuve que sentar en el suelo, sudando y tiritando a la vez. Y el olor a humedad, a verde, a rocas y barro, a algas y peces, anegándome,  juntamente con las palabras perdidas y los recuerdos olvidados.

martes, 29 de octubre de 2013

Anegados (Capítulo 4)

  —¿Y quién se salvó de las aguas? —le pregunté sin titubear pero intentando parecer desinteresada, aunque me preguntaba si ella notaba una contracción en mis músculos que hasta el momento no existía.
  —Bueno, ya se sabe que en los pueblos siempre se inventan historias —me dijo con una voz que sonaba bastante insegura—. Hay una leyenda que cuenta que un señor que estuvo desaparecido varios días bajo las aguas, apareció milagrosamente sano y salvo, porque en el fondo del lago, en alguna parte, se encuentra “la piedra”. —Y la última frase la dijo en un susurro.
  —¿La piedra?
  —Sí —rió suavemente—, como el monstruo del lago Ness, nosotros tenemos una piedra que al parecer logra cambios milagrosos.
  —¿Y quién fue el privilegiado que encontró el tesoro? —le dije risueña como haciéndome cómplice de la fantasía pueblerina.
  —Dicen que el señor Anchorena, el vecino más rico que tenemos, ¿lo conocés?.
  —No, pero oí hablar de él, ¿es el señor al que le robaron en su casa hace poco, verdad?.
  —Veo que estás muy informada para no ser de aquí —me dijo mientras retiraba los restos sobrantes de la crema que mi piel no había absorbido en el masaje—, pero te repito, los que vivimos en pueblos tranquilos siempre tenemos una historia mágica para contarles a los de Buenos Aires.
  —Yo soy de Buenos Aires pero vivo un poco más lejos.
  —¿En Madrid, verdad?
  —Sí, en Madrid, veo que las noticias vuelan rápido ¿cómo lo sabías?
  —Nuestros días transcurren tan relajados, que cuando viene alguien de visita, nos enteramos de todo, sobre todo en esta temporada que aún no ha llegado el alud de turistas.
  —Es difícil guardar un secreto, entonces.
  —Ya lo creo que sí —y diciendo la última frase, me puso la mano suavemente en la espalda afectuosa  pero decidida—, te acompaño a la puerta y mejor olvidáte de las historias fantasiosas que contamos nosotros.
Nos despedimos cariñosamente y me fui paseando lentamente hasta el hotel.
Mi cabeza era un torbellino que repasaba los datos que había recibido en poco tiempo. Un misterio y una piedra. No había avanzado mucho, puede que todo tuviera un hilo conductor pero de momento parecía una película de ciencia ficción para niños. Lo que me sorprendía era que supieran todos de mi presencia. Aunque fuera un pueblo tranquilo y aburrido, no era normal tanto control. Además había muchos hoteles y turistas, aunque fuera temporada baja. Decidí investigar por Internet. Alguna noticia encontraría si una persona fue dada por muerta y apareció días más tarde, así por milagro.
En el hotel se respiraba una tranquilidad aletargada, hasta los perros que vagaban sueltos por los alrededores había decidido echarse una siesta en los jardines. Encendí mi ordenador portátil y me puse a trabajar
  Busqué en los periódicos de las fechas del anegamiento. Encontré muchos artículos, algunas fotos de un presidente de facto presidiendo los actos de inauguración de lo que parecía un pueblo destrozado por una tormenta, más que un pueblo de estreno. Pude ver fotos de las antiguas casas señoriales antes de quedar cubiertas por las aguas. Y al final encontré un pequeño artículo sobre un vecino que había desaparecido y lo habían encontrado tres días más tarde. Era un recorte diminuto pero tenía una foto. La amplié lo máximo que pude, hasta que los píxeles de la foto no respondieron y se descuadró la imagen. Me sorprendió ver al señor Anchorena por primera vez. La foto era en blanco y negro y no tenía una gran definición, pero había un detalle que quedaba claro. Y ese detalle me llenaba de dudas, de preguntas y de sorpresa.

viernes, 18 de octubre de 2013

Anegados (Capítulo 3)

Me metí en las aguas al aire libre, rodeada de gente mayor que no dejaba de conversar animadamente. En mi búsqueda de información, decidí escuchar por fases lo que hablaban a mi alrededor, ya que, aunque no siempre fidedignos, los datos que se barajan en la calle tienen algo de certeza.
La primera charla estaba enfocada al fútbol, con la cercanía temporal del clásico Boca River.
  —Yo lo que le digo es que el referí es de un color, ¿me entiende?, y no va a tirar contra su propia camiseta, así que apoyará a uno o a otro, está claro.
  —¿Me está diciendo que estaba comprado? ¿Que el partido tenía final antes de jugarse?
  —Mire, yo no soy ningún boludo, ¿sabe lo que es el fútbol?, un negoción y está todo más que orquestado. Cuando era pibe me lo creía todo e incluso me ilusionaba yendo a la cancha. ¿Y ahora qué?; ahora corren sin ganas, flojitos, juegan a tirarse, ¿usted vio cuando piden tarjeta o cuando intentan ganar tiempo. Yo me vuelvo loco, mire, prefiero irme a dormir que ver a estos dandys que tienen la vaca atada y que ganan la mosca loca, y los hinchas discutiendo y poniéndose nerviosos.
  —En eso tiene razón, al final las hinchadas se matan a palos, la gente se apasiona, pierde los nervios y los que se llevan la guita son los jugadores, los entrenadores y la manga de chantas y mafiosos que manejan el negocio.
   —¿Vio? Ya vemos con otros ojos el súper clásico, pero igual le digo que el referí jugó en contra de Ríver, vendió el partido el hijo de puta....
A esas alturas decidí que tenía que buscar en otras fuentes, y me apunté al spa, a un masaje.
La masajista era una mujer de cuarenta y cinco años, que muy afectuosamente me invitó a estirarme en una camilla  rodeada de inciensos y velas. De fondo sonaba música de relax, y a punto estuve de olvidarme de todo y entregarme a disfrutar del momento, pero no podía. Mi intriga y mi curiosidad eran compañeras infructuosas y obsesivas. Así que le pregunté si era del pueblo, si había nacido allí. Su relato no tardó en ponerse en marcha. Al igual que mostraban interés por los visitantes y sus vidas, los oriundos del pueblo más tranquilo que había conocido nunca se mostraban encantados de explicar sus historias.
Ella había vivido en el pueblo anegado, recordaba sus calles, sus casas antiguas, majestuosas. La iglesia, tan bonita, donde se había casado. Y sobre todo recordaba los árboles, aquellos que poblaban las esquinas y se entrelazaban unos con otros, frondosos y húmedos, con sombras calmantes en los días infernales del verano. Cuando se vinieron al pueblo nuevo, una manzana cada semana, una cuadrícula de vecinos mudándose a sabiendas de que dejaban atrás sus historias, sus huellas, sus recuerdos, no tenían árboles. Ni calles. Ni iglesia. Las casas eran todas iguales, sin personalidad ni alma. Unas más grandes que otras, que por orden eran entregadas a las familias, según los integrantes y según lo dejado atrás. Pero no era así. Nada les había devuelto lo que dejaron atrás.
Sus manos se hundían en los músculos de mi espalda y su voz se contraía por la emoción de los recuerdos.
Todo lo tiraron abajo con máquinas, un espectáculo ruinoso de destrucción. Los muebles de las viejas casas, casas con plantas, con patio, con jardines, con vida compartida entre mates y charlas eternas y sin prisa, esos muebles no entraban en las habitaciones que les habían construido después de tanto pelear por sus derechos. Porque habían peleado. Unidos. Pero quién podía enfrentarse a quienes decidieron después de tantos años amenazando, casi treinta, que tenían que destruir y dejarlos sin pasado, sin historia. Ellos habían tenido club y cine. Habían tenido calles y recuerdos. Y los habían dejado sin nada. Cuando les informaron de que tenían que dejar sus hogares, fue categórica y veloz. Por la mañana les dejaban un canasto para sus pertenencias más justas, a la noche destruían su vivienda. Algunos pudieron llevarse algún trozo de cerámica de las paredes, algún cristal trabajado, alguna reja pequeña. Pero fueron muy pocos.
Ella recordaba incluso el olor del antiguo pueblo. No lo había vuelto a sentir nunca más.
Solo de vez en cuando, los niveles de la represa Salto Grande disminuyen. Es entonces que vuelven a mirar en el suelo, los cimientos de lo que alguna vez fueron sus casas. Vuelven los que sobrevivieron. Porque muchos murieron de pena. Otros murieron por error. Aunque aparentemente alguien sobrevivió de manera misteriosa, y apareció después de haberlo dado por muerto, cuando el agua cubrió casi definitivamente el pueblo.
Casi ya sabía la respuesta, pero tuve que preguntarle quién había sido.

viernes, 11 de octubre de 2013

Anegados. (Capítulo 2)

Al día siguiente me levanté temprano. A las siete ya estaba dando vueltas en la cama y decidí ir a ducharme y ser la primera en desayunar en el hotel. No podía dejar de pensar en lo que me había contado Raúl. El robo había sido por la noche, aunque no todo sucedió como lo habían previsto los ladrones. Los dueños de la casa tenían programado un concierto de la Coral de Concordia, pero habían vuelto antes de tiempo. Cuando llegaron a casa sorprendieron a tres hombres que revolvían los armarios, los cajones y todo lo que se encontraban en el camino, tres individuos que nunca habían visto y ni les preocupaba ser identificados, ya que llevaban la cara descubierta. Yo intuía que sabían que no habría nadie en casa. Los cuadros habían dejado de vestir las paredes para yacer desmayados por el suelo, en un caos de ropa revuelta, adornos de cristal rotos, cajas abiertas y un mundo de papeles que parecía flotar en el maremágnum de objetos revisados. Iban armados pero parecían tan sorprendidos como ellos, y gritándoles un reguero de insultos y amenazas en un castellano extraño, con acento brasilero, los encerraron en el baño. Fueron momentos de angustia, de miedo. Pero no les hicieron daño. Se habían llevado joyas y dinero y algo más, algo por lo que el viejo removería cielo y tierra para recuperar, pero que de momento no sabían que era. Aparentemente, el rico vecino tuvo una especie de ataque de nervios luego del susto, y lo tuvieron que atender de urgencias. ¿Qué hacían los tres tipos robando en el pueblo?. La policía no lo había sabido, tampoco estaban muy preparados para semejante acontecimiento. Cuando el viejo pudo hacer la denuncia ya habían pasado casi doce horas, lo suficiente como para salir limpiamente y sin sospechas como meros turistas relajados. En la comisaría, aquella noche, habían encargado al polaco una pizza doble de mozzarella, y habían visto el partido de Boca y  River.  Esa era la circunstancia más peligrosa que solían vivir, que los hinchas de los dos equipos de fútbol vieran juntos el partido y las emociones tomaran el mando, transformando el bar de turno en una batalla campal. Orsay, fault, penal y otras palabras en inglés adaptadas al criollo se gritaban, se transpiraban, se discutían. Se daba el caso de conversaciones con los jugadores, indicándoles gambeteadas, cambios de ataque, marcajes asesinos o cambios técnicos a través de la pantalla, como si volvieran a la infancia y creyeran que aquellos que veían por la tele estaban encerrados en la caja, seres pequeñitos escuchando sus arengas deportivas o sus insultos calientes de entrenadores experimentados, conocedores de la mejor forma de ganar el partido. Pero al día siguiente, la parafernalia deportiva era superada por el histórico pacto de unión y todo volvía a la normalidad, a pesar de ciertos resquemores eternos entre bosteros y gallinas. Raúl me dijo también que los ladrones buscaban trescientos mil pesos y encontraron siete millones. En aquel momento no caí en la cuenta del detalle. Luego en el hotel, resonando sus palabras en mis oídos, lo pensé. ¿Cómo sabía él que pensaban robar una cantidad y encontraron otra?
Por eso comencé a investigar, de manera casi inconsciente, por curiosidad enfermiza o necesidad vital de tener la cabeza ocupada en otras cosas que no fueran las de mi propia vida.  Lo primero era hablar con la gente. Así que me puse la bata para ir al escenario principal, el que movía todas las actividades, el relacionado con el anegamiento y el inicio del nuevo pueblo, el sitio que encerraba el misterio que me había propuesto descubrir. Me sumé en las calles a un desfile de batas blancas acolchadas, con los mates preparados, levantando gotas de rocío con las chanclas, en las veredas recién estrenadas por la mañana, cuando los sapos y las ranas se retiran, y los pájaros de mil colores toman su lugar, transformando el parque de las aguas termales en una fiesta de sonidos que acompasan las charlas que pensaba escuchar con atención, en mi tarea de descifrar las incógnitas y de llegar a saber qué misterio encerraba el pueblo.

viernes, 4 de octubre de 2013

Anegados (capítulo 1)

Esa misma noche habían entrado a robar en la mansión de los Anchorena. Era la familia más rica del pueblo, y todos los habitantes del mismo, estaba al tanto de su suerte. La envidia era una niebla permanente flotando sobre la cabeza del viejo acaudalado, que se paseaba sin recaudo alguno, sin temor. Claro que aquello no era Buenos Aires. De haberlo sido, no les hubiera sorprendido que le robaran. Es más, en la capital, lo normal era no salir vivo. Pero aquí era un hecho inédito. Si de algo se jactaban los vecinos era de la tranquilidad y la seguridad con la que compartían sus días, y estaban orgullosos de ello. Eran una gran familia, se conocían y se respetaban. Históricamente se habían sentido unidos. Fue cuando, desde la capital, les llegó un informe como si  de una gran roca gigantesca se tratara, como un cataclismo. Desde la gris burocracia interesada les anunciaban que no tendrían donde vivir, el pueblo quedaría anegado bajo las aguas de una inmensa represa hidroeléctrica. Como quien anuncia que hará sol el fin de semana, les hacían conocedores de que sus días en sus calles, en sus casas, habían llegado a su fin. Les deseaban suerte y alegaban la decisión al futuro, al desarrollo del futuro  y al futuro de la patria. Por eso, les decían, ellos quedaban exentos de futuro. Se habían equivocado, los trajeados de las oficinas determinantes de destinos. Los vecinos se unieron como nunca, se volvieron de hierro. No durmieron, hicieron huelga de hambre, manifestaciones, fueron juntos a la capital hasta que los medios de comunicación los detectaron. Se hicieron famosos por su resistencia y por su lucha. Lograron menos de lo que pedían, y por supuesto recibieron menos de lo que les prometieron. Pero finalmente estrenaron un pueblo nuevo, todos juntos. Por eso, ni robos había. Hasta esa noche.
Esto me lo contaba Raúl, girando su cabeza peligrosamente, mientras conducía en la noche serena, que se esparcía, rítmica, con la serenata del  croar de las ranas y los sapos que invadían y pintaban de verde los caminos. Sus ojos brillaban en la oscuridad del coche, y había una sonrisa recortada en su rostro, enmarcado con un gorrito de lana. Yo estaba tranquila, me divertía verlo tan volcado en su relato, explicándome como era la vida por esos pagos, desde la simplicidad sin modernismos.
    —¿Estás buscando pareja, vos, che? —me había dicho con el entusiasmo de un niño al que sus padres le informan de una excursión en breve— acá no te va costar nada conseguirlo.
No pude hacer otra cosa que reír y luego cambiar de tema, y terminó explicándome la historia del anegamiento, y de lo que ocurrió después. Del misterio.
Claro que al principio creí que me estaba contando una historia misteriosa para intentar mantenerme intrigada y absorbiendo mi completa atención en lo que me narraba, a los efectos de intentar conversar interesadamente conmigo.
Pero no era así.
El misterio era una realidad. Lo supe más tarde. Aquélla noche, en el coche, el misterio quedó entrelazado a la noticia del día, y esa era el robo del viejo rico del pueblo. Irónicamente le hice el comentario de la posibilidad  de conocer al viejo Anchorena, por lo de ligar con un viejo adinerado y retirarme, pero él, en su inocencia, creyó leer entre líneas que yo andaba necesitada de macho. Por eso casi se había ofrecido a casarse conmigo si hiciera falta, propuesta que decliné con suavidad, por temor a ofenderlo al comprender que los dobles sentidos no eran su fuerte. Le pregunté entonces por los detalles y así fue que nos enredamos en una charla descriptiva del asalto sin parangón, que había sucedido horas atrás.
Claro que cuando me bajé del coche y entré en el hotel, me seguían resonando sus palabras en la cabeza. No pensaba yo, que un viaje para escapar de mis pensamientos sería tan fructífero, porque a partir de aquel instante mi mente comenzó a armar el rompecabezas del que me habían hecho la entrega de las primeras piezas, o al menos eso creía yo.

viernes, 20 de septiembre de 2013

Entre aguas guaraníes

Lo primero que intuí fue una especie de revuelo, un desorden en el fondo del paisaje. Dado que era un lugar más bien habitado por gente mayor no comprendí el porqué había tanto movimiento, tanta jarana, tanta inquietud.
Nosotras seguíamos hablando de nuestras vidas, de cómo estábamos, de lo que esperábamos y de lo que queríamos olvidar. Una de nuestras charlas habituales, pero esta vez sumergidas en unas aguas calientes con propiedades casi mágicas, que esperábamos nos dieran la solución a los poquísimos problemas que podíamos enunciar. Porque si había muchos, si fuera el caso que los problemas fueran más de los que podíamos enumerar, los habíamos olvidado. Sobre todo yo, que había vivido más tiempo, aunque ni lo recordara, ni lo reconociera, ni lo admitiera. De eso, seguramente, se trataba el revuelo tan inesperado.
Al final tuve que enfocar mi atención en él. Era moreno, delgado y sonreía tontamente. Estaba acompañado de dos amigos más jóvenes que parecían divertirse sobremanera por la situación.
Enseguida tuvimos claro que intentaba captar nuestra atención, que dejaba nuestros relatos interrumpidos por gestos, por risas. Mi primera reacción fue de sorpresa, incluso de incredulidad. Me giré por si sucedía, como en las películas, que un pequeño personaje cree asustar a un monstruo inmenso en un arranque heroico y temerario, el monstruo sale huyendo, y el héroe, intrépido, puede luego comprobar, que a sus espaldas hay un monstruo increíblemente superior.
Aquí sustituiría monstruos por atractivo o seducción inconsciente.
Pero no. Estábamos nosotras y una legión de abuelos con sus ojos pequeños en un reguero de arrugas, que charlaban, reían y se lo pasaban bien, confiados en que las aguas sulfurosas que surgían de mil doscientos metros de profundidad los rejuvenecerían. Yo ya había hablado con ellos, y me habían relatado exaltados que conocían casos milagrosos, los escuchaba atentamente y me hundían en una ternura de hojas secas, una especie de emoción que reseca y dificulta el tragar saliva, como cuando  en verano muerdo una rodaja de melón y bebo agua helada, esa sensación de ardor que sube por los ojos y se transforma en rojez húmeda.
Lo cierto es que nadie podía ser el foco de atención de mi joven amigo seductor.
Tal vez porque la interrupción fue visible,  porque había triunfado en el ardid de localizar mi mirada, o tal vez porque sus amigos, a los claramente se los veía animarlo a declarar sus intenciones, lo empujaron sin piedad, lo cierto es que sin dejar de sonreír, incluso con sus ojos oscuros chispeantes y sus mejillas enrojecidas por el sol y la vergüenza, me dijo que era linda.
Y yo, sin dejar de sonreír , con una sonrisa boba y amplia,  me sentí como si quién me intentara conquistar fuera la vida misma, la fuerza vital de la naturaleza, o la inmensidad del tiempo por venir , como si del cielo bajara un ángel a ligarme, como si un río me arrasara, o me cayera una lluvia de verano después de una larga sequía. Fue como zambullirse en el río o en el  mar, un día tórrido de verano, o calentarse las manos con una taza de té, en un día gélido. Yo quise decirle que volviera a jugar con sus amigos, que era muy pequeño para estas tonterías seductoras. Pero entonces advertí que los sonidos habían cambiado, las risas y las voces que me rodeaban se cristalizaban y afinaban en un concierto de juvenil algarabía, y al girarme y mirar alrededor  pude descubrir a un montón de gente desconocida, sin arrugas y absolutamente diferente a lo que había contemplado un momento atrás.
En ese mismo instante dejé de hacer pie y tuve que estirar mis manos para aferrarme a su cuello moreno de niño travieso, y me escuché a mí misma decirle con una voz infantil que me ayudara, porque a los siete años, yo aún no había aprendido a nadar.

martes, 13 de agosto de 2013

Orbiculares (Capítulo 6º y fin)

Hércules subió suavemente por la escalinata improvisada. Su cuerpo iba anticipando y disfrutando de antemano el espectáculo que iba a presenciar. Manu le encantaba. Fomentaba, encendía las fantasías que se generaban en su cabeza. A veces le daba un poco de miedo por la mirada un tanto perversa que parecía tomar el mando de sus ojos, pero era una sensación, luego volvía a ser el de siempre. Un tanto tímido pero a la vez, marchoso, erótico. Le encantaba sentirse dominado, comandado, dirigido. Era evidente que era más inteligente y más ingenioso que él. Le estaba abriendo a un mundo nuevo, y además, le estaba diseñando el cuerpo. Nunca se había sentido más atractivo, los resultados eran obvios ante el espejo y ante los ojos de los demás. Tenía un éxito total, ligaba como nunca y a su amigo y entrenador no parecía molestarle, sino que aceptaba los  juegos de dos y de tres.
A su amigo Rafa, no le había gustado Manu. Había venido al gimnasio para conocerlo y enseguida le había dicho que le recordaba a alguien pero no le dio más explicaciones, solamente le aconsejó que le dejara. Claro que podría ser por los celos, porque Rafa suspiraba hacía tiempo por su cuerpo, aunque a Hércules no le atraía y solo lo quería como un amigo. También es cierto que a Rafa, como poli que era, le parecía todo el mundo un tanto sospechoso. Sonrió al recordar que cuando lo conoció también le había parecido peligroso, aunque lo había dicho con una sonrisa que sugería peligro sexual.
Ya estaba en su punto esperando movimiento en las duchas. En los vestuarios femeninos había el revuelo típico que habían podido observar esos días, grupos de chicas estupendas hablando y arreglándose. Su relación con las mujeres era muy buena, se sentía a gusto con sus amigas, lo comprendían perfectamente.
Giró la cabeza para observar cuatro chicos que se desnudaban para cambiarse y entrar en clase de body pump. No se cansaba de ver los cuerpos desnudos, y mucho menos de presenciar los rituales sexuales en las duchas a última hora. Mirar sin ser visto, daba sensación de poder.
Comenzó a sentirse agotado, podía ser que las últimas noches no descansara bien y ahora su cuerpo le pasara factura. Era extraño, porque tenía una gran resistencia, y sin embargo los párpados le pesaban. Intentaba  mantenerse erguido pero su cuerpo se derrumbaba como un edificio viejo, y las imágenes de los vestuarios eran cada vez más borrosas. Tenía sueño. Un sueño inmenso. No podía aguantar más, deseaba estirarse y descansar. Y así lo hizo. Se desplomó como un árbol gigante y durmió profundamente.
Se despertó después de muchas horas, o al menos eso le pareció, confuso y agotado, sintiendo como una sustancia gris, húmeda y viscosa caía sobre sus  piernas , sobre su cabeza, sobre su espalda. Cuando quiso levantarse su cuerpo no respondió, quiso gritar y sus labios no formaban palabras.
En la nebulosa de su mente, recordó haber tomado una clara con Manu, antes de subir al punto G. Una clara no lo podía haber emborrachado. A lo mejor , pensó, estaba enfermo.
Si no salía de ahí quedaría tapado por el cemento que seguía cayendo sin piedad y sin descanso. Se arrastró apoyándose en la pared y miró hacia abajo intentando gritar. Se sentía débil a pesar de su físico entrenado, y le costaba pensar con claridad. Pudo presenciar una escena en el vestuario que le transmitió la imagen de la realidad, la visión del desenlace. Manu estaba gritando, lo aferraban dos policías que llegó a reconocer , Rafa su amigo y el cachas de Cornellà, el paleta que casi no hablaba. Alrededor, cuerpos de diseño, con sus toallas blancas en la cintura o en la mano. En un costado, parados y asombrados testigos del momento, Miguel y Paco, que lentamente levantaron los ojos hacia el punto G, aterrorizados. En ese mismo momento que los paletas desaparecían del enfoque desde su punto de mira, el cemento aferraba sus gemelos, sus cuádriceps, sus glúteos y ascendía hacia el cuello. Miró por última vez el vestuario y se encontró con los ojos feroces de Manu, que lo miraba sonriente mientras caían lágrimas por su cara,  y entonces pudo gritar fuerte, tan fuerte que todos los ojos giraron hacia él, que ya no podía respirar y veía desfilar ángeles con bíceps, tríceps, isquios y glúteos musculados,  con toallas blancas entrelazadas por sus cuerpos, que lo miraban riendo y llorando a la vez.

miércoles, 7 de agosto de 2013

Glúteos (Capítulo 5º)

El punto de observación era estupendo. Miguel y Paco habían dado rienda suelta a su erotismo espiando a tantas mujeres sin ropa, desfilando por el vestuario, mirándose en los espejos, untándose crema hidratante y demás potingues. También dieron un repaso al masculino. Descubrieron que en los lavabos, a última hora de la noche, y antes de que el centro cerrara, pasaban cosas extrañas. Esa noche el movimiento inesperado de dos personas en la misma ducha, les dejó claro que no eran los únicos con actividad sexual a escondidas. Se miraron, sorprendidos, porque uno de los protagonistas era un tío muy cachas que habían visto con Manu. Estaba claro que ese chico era una caja de sorpresas, ¡con qué gente frecuentaba!. No en vano, el punto G lo había usado el mismo entrenador hacía un momento. Se preguntaron quién sería el otro, porque el ángulo de visión no les permitía distinguir su cara. Curiosamente, y a pesar de que les gustaban las mujeres, ver a dos tíos en acción les daba morbo, aunque no lo dirían nunca. La puerta de la ducha se abría y cerraba con cierta cadencia repetida, y entre la música rítmica, la misma que sonaba en las salas de clases dirigidas de spinnig o de aerobics, se podían adivinar ciertos sonidos impropios de una zona de higiene. Ahora se veían un par de manos aferrándose a la parte superior de la pared, ahora dos pies o cuatro, alguien en cuclillas, ¿eran dos o más?. Pero no siguieron pensando más en ello, porque una rubia, despampanante se quitaba la ropa sudada en la taquilla de abajo, dejando a la vista un cuerpo que automáticamente los dejó sin aire. Era como si cambiaran de canal y pudieran elegir a la carta. La rubia ya volvía de la ducha y se secaba lentamente, se peinaba sus largos cabellos, sin sospechar que sus movimientos eran milímetro a milímetro, admirados. Ellos suspiraban, sudaban, respiraban más agitados por cada trocito de cuerpo desnudo. ¡Si pudieran desfogarse en vivo y directo como el cachas! Pero de momento, ellos, se tenían que limitar a mirar y soñar despiertos. Como un alud entraron varias mujeres más y se comenzaron a desnudar. Se estaban poniendo enfermos, los pantalones a punto de explotar, pero no se arrepentían de la aventura, la habían disfrutado al máximo. Lástima que era la última noche, porque al día siguiente ya no podrían volver. Sus días en el centro deportivo se habían acabado. Una cuadrilla de paletas taparía los recodos huecos con cemento, dejando así el punto G homogéneo y transformado en pared, y a ellos sin todas esos alicientes a sus hormonas exaltadas.




Esta noche he convencido a Hércules de que se quede en el punto G. Le pone la idea de verme tener sexo con otra persona, con la condición de que primero estuviera con él en las duchas. No tiene límite. Lo he visto sin que lo sepa, con otros hombres. Con más de uno. Con más de dos. Me excita sin límite verlo pero luego me asalta esa sensación amarga, ese odio corrosivo. Ya no lo puedo soportar más. Me comparo. No puedo aguantar la idea de que me deje. Me invaden los celos, me carcomen, no me dejan pensar, no puedo dormir. Hércules es mi obra, yo lo diseñé y me pertenece. Y el creador de una obra puede destruirla.
El plan ya está en marcha, como mañana vendrán a tapar todos los huecos con cemento, lo dormiré. Lo invitaré a tomar algo antes de que suba, será una muerte dulce, no sufrirá. Porque ante todo no permitiría que mi obra sufra. Pero primero soy yo, así que vuelvo a tener el mando de mi vida, vuelvo a ser el amo de mi tiempo, de mis pensamientos, de mis sentimientos. Nadie puede perturbar mi existencia. Soy el único, soy poderoso, soy el dios de mi mundo.

martes, 30 de julio de 2013

Isquiotibiales (Capítulo 4º)

Lo cierto es que rápidamente me encontré con lo que buscaba. Hasta podría decir que encontré más de lo que pensaba hallar. Hércules me invitó a cenar una noche. Estaba espectacular , moreno, con una camisa blanca y unos tejanos que parecían hechos a medida. Fuimos a un restaurante del Eixample, moderno, muy de diseño, con una carta que había que descifrar más que leer. Charlamos de manera superficial de muchos temas, del gimnasio, del trabajo y de la gente que conocíamos en común. A lo largo de la noche y con cierto grado de alcoholismo creciente en sangre, nos fuimos acercando más y más. Ahora era una mano, ahora el antebrazo, en un momento incluso me pasó un dedo suavemente por mi boca, argumentando que me había manchado.
Al salir me dio un beso. Y no lo rechacé. Fuimos a mi piso y nos dejamos llevar por lo que el cuerpo nos iba pidiendo. Era un hombre perfecto físicamente, y yo era su creador. Así que, por momentos, tenía la sensación de estar con el proyecto de cuerpo de diseño que tantas noches y tantos días me había absorbido el cerebro. Posiblemente era el cuerpo que yo quería tener. Y de alguna forma lo estaba teniendo. En los ratos que no estábamos en plena acción, que no fueron muchos, hablamos de nosotros, de nuestras vidas. Él me confesó que había dudado de mi interés sexual y su orientación. Yo le confesé sólo lo que creí necesario confesar. No le dije que era mi obsesión desde hacía tiempo, ni le dije la sensación incómoda que me producía verlo seducir al resto de la población. Tampoco tenía muy claro si eran celos, envidia, o una especie de amor-odio insano, pero sí sabía que me producía un desasosiego amargo estar pendiente de las miradas que recibía y de las personas que habitualmente lo rodeaban.
Pasamos toda la noche despiertos y al día siguiente seguimos con nuestras rutinas de siempre.
Dos días después me invitaron a tomar un café los paletas que estaban haciendo la reforma en el gimnasio. Me caían bien, eran simples pero divertidos. Estaban todo el tiempo hablando de mujeres, y creo que intuían mi amplio abanico de intereses. Pero no sospechaban nada más. ¿Quién iba a sospechar qué se escondía dentro de mi cabeza?. Si cuando me miraba en el espejo, hasta yo mismo me sorprendía de la imagen tan  inocente que transmitía.
Les expliqué que me gustaban tanto las mujeres como los hombres, que era un enamorado de la perfección física, y no entré en más detalles porque no era mi currículum lo que les interesaba analizar. Me habían convocado porque habían descubierto con el electricista, un pequeño reducto, situado en la parte superior de los vestuarios y las duchas. Un lugar desde el que podrían mirar sin ser vistos, una sensación magnífica. Inmediatamente supe que quería formar parte del equipo, ellos necesitaban alguien que los hiciera salir del gimnasio con cierta normalidad, sin llamar demasiado la atención. Les dije que no había problema, pero que quería disfrutar del rincón secreto. Hicimos la distribución de turnos acomodando nuestros horarios de trabajo con los horarios placenteros del voyeurismo. En un tiempo el agujero quedaría tapado de cemento, así que comenzaríamos cuanto antes.
Cuando se lo propuse a Hércules, se puso como loco. El chico tenía más vicio del que yo me imaginaba. Fue un error de su parte que me contara, con el pasar de los días y en el escenario de las sábanas, sus historias pasadas y presentes. Saber más me acentuaba las ganas de recobrar mi antigua tranquilidad rutinaria. De nada me servía compartir ésta pasión descontrolada si cada minuto se agriaba con la certeza de no ser el único, no ser el primero, no ser el último. Lo que me aportaba de placer era rápidamente neutralizado por la inquietud , por la inseguridad, por los celos que como gusanos, se metían en mis ojos y mis oídos, contaminándome los pensamientos y dificultándome vivir con la serenidad y el control de antes. Claro, que no era la primera vez que me pasaba. Por eso mismo ya sabía lo que tenía que hacer, y era relativamente fácil resolverlo. Y en eso estaba. Planeando, una vez más, la solución a mi angustia, y demostrando al mundo y a mí mismo, lo poderoso que puedo ser.

martes, 23 de julio de 2013

Cuádriceps (capítulo 3)

La amistad de Miguel y Paco había crecido entre ladrillos y cemento. Eran paletas y hacía mucho que compartían obras e historias. La cosa se había puesto complicada con la crisis, pero ellos iban tirando. Así que cuando les dijeron que tenían que ir a un gimnasio a realizar unas reformas, fue toda una alegría. El grupo de trabajo estaba compuesto de seis o siete compañeros, y solamente ellos dos se conocían. Luego estaban los dos moritos, el peruano y el cachas de Cornellà. De vez en cuando aparecía también el electricista, un tipo cachondo al que llamaban “Elchispas”. Él fue quien les informó del punto G.
Habían terminado de comer sentados entre pilas de maderas, piedras y polvo y habían comentado lo bien que estaban currando en un gimnasio. Disfrutaban de la observación de  cuerpos de todo tipo: los que se apuntaban para mejorar, los que estaban lejos de lograrlo, los que no lo lograrían nunca o desistirían pronto en el intento, y los que ya  habían alcanzado la meta, porque la madre naturaleza les había dado la llave en formato de código genético, de cuerpazos de infarto. Obviamente sus comentarios estaban llenos de conceptos más terrenales y de detalles más visuales.
“Tetas” era una palabra que se repetía en la conversación, seguida por “culos”, de forma casi paralela. Todos estaban muy emocionados, de cintura para abajo, y lo manifestaban en sus tertulias de descanso, aunque sabían que mientras estaban trabajando, no podían más que mirar de forma discreta, porque eso les había pedido, encarecidamente, la dirección del club. Discreción, seriedad y profesionalidad. Y ellos de eso estaban sobrados. Pero de hormonas también. Así que lo recopilado durante la jornada se exponía en esos momentos muy masculinos de poner en relieve lo que más relieve tenía, o sea culos y tetas , o tetas y culos, que en este caso el orden de los factores no altera el producto, más bien los únicos alterados eran ellos.
En eso estaban, comentando los palmitos vistos y reconociendo que ellos, a base de subir escaleras, cargar pesos, excavar  paredes, hacer mezclas y demás , pues no estaban nada mal. Vamos, que la gente iba al gimnasio a desarrollar lo que ellos desarrollaban currando sin parar,  y a sudar, lo que ellos sudaban sin querer.
Luego,  con sutileza relativa, analizaban la homosexualidad latente en el mundo fitness, y  lo comentaban con timidez, porque no tenían claro si el cachas de Cornellà era gay,  o simplemente su parquedad respondía a la sencilla escasez verbal, y por eso no hablaba de los culos y las tetas documentados día a día. Pero no se la iban a jugar, porque el cachas era enorme y no lo querían cabrear. Con ellos no se metía, y con eso y con lo que sacaba de curro pesado, ya tenían bastante. Aparte habían hablado con gente que curraba en el gym, y aunque no lo sabían con certeza, intuían que varios de los que mejor se enrollaban eran de la acera contraria. Por ejemplo, estaba ese Manu, el entrenador personal. Un tío de lo más raro. A momentos parecía gay y a momentos se quedaba a mirar una tía con el mismo grado de embobamiento que mostraban ellos. Bueno, había gente a la que le gustaba todo. Suerte para ellos, que mejor que poder escoger de un lado y de otro.  Estaba todo bien. Hoy en día era normal. La libertad les parecía perfecta. Aunque a ellos que no les tocaran los cojones, por supuesto.
Cuando los moritos, el peruano y el cachas se fueron a tomar un café y a fumarse un cigarro, “Elchispas” les comentó lo que había descubierto haciendo las conexiones eléctricas en el falso techo de los vestuarios.
Resulta que había un punto G, como lo llamaba él. Un punto que servía de observador de los vestuarios y las duchas, tanto femeninas como masculinas. Un rincón minúsculo entre paredes y techo falso, que podía dar albergue a dos personas que muy quietitas podían mirar, sin ser vistos. Miguel y Paco tuvieron una manifestación corporal, inmediata y visible, en la entrepierna. Preguntaron a “Elchispas” si alguien más lo sabía , y como la respuesta fue negativa, decidieron hacer un pacto. Disfrutarían por turnos del sitio secreto de observación. Claro que necesitarían alguien de confianza que los dejara salir de noche por la puerta principal, que funcionaba con códigos relacionados con las huellas digitales de cada cliente. De día, poco podrían hacer si estaban currando. Pero cuando terminaban su jornada de trabajo, a partir de las siete y las ocho de la tarde, podrían darse un merecido regalo a la vista, al cuerpo y a la imaginación.
Pensaron que a lo mejor, el tío que más les cuadraba para hacer un pacto era Manu, el entrenador personal.

martes, 16 de julio de 2013

Tríceps (capítulo 2)

  —¿Te he dicho que me apunté en otro gym?
  —No, pero si tú estás más que musculado, nen, ¿para qué cojones quieres cambiar?
  —Ya, tío, pero quiero mantenerme y necesitaba un entrenador personal, ya sabes que en el gym del barrio no hay más que máquinas.
  —¿Y qué tal?¿has conocido alguno?
  —Sí, uno, se llama Manu, me mete caña, no creas.
  —¿Y está bueno?, me dijeron que los monitores, en general, están muy bien.
  —Es normal, pero a mí me gusta. Lo que no sé es si le gusto yo, o no.
  —Tú, cariño,  nos gustas a todos.
  —¡Calla, zorrón!, te lo digo de verdad, me tiene perdido.
  —Pero, ¿por qué?, explícate un poco que no te entiendo, cari.
  —Bueno, me mira con unos ojos, como si yo fuera una presa y él un león  a punto de comerme, pero luego se desentiende de mí, y yo intento darle conversación, pero me pongo nervioso y solamente hablo de musculación y entrenamiento.
  —¿Tú nervioso? ¡Anda ya!.
  —Te lo juro, y no sé porqué me gusta, también te lo digo, porque no es lo que hasta ahora me atraía, tu recuerdas a mi ex, ¿no?
  —No podría olvidarlo aunque quisiera, ¡qué cuerpazo!.
  —Pues éste es todo lo contrario, no está mal pero no es, ni mucho menos, un cuerpazo. Incluso a lo mejor es hetero, no lo tengo claro,  pero mira, me gusta.
  —Vaya, vaya, o sea que todos estamos detrás de tu palmito y tú decides enfocar tu atención en un tío que no sabes ni que cartas juega ni te da la hora; solamente te ayuda a estar más bueno, si eso es posible, para que nosotros sigamos babeando por donde pisas.
  —¡Qué exagerado eres, zorrón! Pero a lo mejor tienes razón, me gustan las complicaciones.
  —¿Por qué no le tiras la caña, a ver que pasa?
  —A lo mejor lo hago, claro que quizás reboto como una pelota de goma. Piensa que alguna vez lo he pillado mirando a las tías, eso es lo que me marea.
  —Chico, a lo mejor es bi.
  —Podría ser que estuviera pasando de pantalla, ya sabes que pienso de la bisexualidad.
  —Sí, que es un camino de transición, que no existe, y yo que sé cuántas cosas más, a veces eres más cuadriculado que un sudoku.
  —Bueno, bueno, hablo por muchos, ya sabes. Pero es lo mismo, si me entero que es hetero me seguirá gustando, no sabría explicarte porqué.
  —Me voy a pasar por ese gym, ¿tienes invitaciones?
  —Sí, te puedo hacer entrar dos veces en el año, y aparte ahora está en reformas, y está lleno de paletas, quiero decir, que sea como sea, verás palmitos.
  —Perfecto, zorrón. La semana que viene me voy un día contigo y veo al entrenador misterioso que te tiene tan interesado.
  —Cuento contigo, cari.
Mientras hablaba con su amigo, recordaba ciertas miradas de su entrenador personal. Tenía la sensación de gustarle y también de que se había topado con un tío complejo, extraño.
Se preparó la mochila con ropa limpia y eligió con cuidado la camiseta que se pondría para entrenar. Era la mejor que tenía y la que mejor le sentaba. Esa misma tarde lo intentaría. Lo invitaría a cenar, al fin y al cabo, ¿qué podía perder?, estaba acostumbrado a que lo siguieran, lo acosaran, lo sedujeran. Así que, la novedad de que hombre permaneciera impasible ante su presencia. lo tenía en tensión y más interesado de lo que hubiera pensado estar por alguien tan normal y poco llamativo. Se miró en el espejo y pensó que su atractivo iba en aumento como sus músculos. Triunfaría. No iba a darse por vencido a la primera si le decía que no. Su entrenador era especial y él quería descubrir el porqué.

martes, 9 de julio de 2013

Bíceps (capítulo 1)

Hace muy poco, comencé a trabajar en un gimnasio. Soy entrenador personal. Hasta ahora no sabía lo mucho que me importaba el cuerpo, el de los demás, bueno... el de alguno de los demás. No pasaron más de dos horas y me señalaron a mi primer cliente. ¡Dios mío! Nunca había visto tanto músculos reunidos en un solo físico. Acero puro. Casi un ser de ciencia ficción. Cuando pude recobrar el habla y algo de mi sentido común, me acerqué para presentarme. Uno cree en Dios cuando descubre cierta justicia divina en la creación de un ser, perfecto en su forma, pero sin desarrollar en su fondo. Digamos que si no hablaba, mi cliente hercúleo era la perfección en persona. Repito, si no hablaba. Pero, por otra parte, ¿para qué iba yo a querer charlar con semejante portento?. A estas alturas, habrán comprendido que mi inclinación sexual  se inclina, valga la redundancia, hacia lo masculino. Soy gay. Pero lo supe hace muy poquito. La primera vez que ejercí de entrenador de Hércules, pensé que desde afuera se vería extraño que un tío normalito como yo, más bien delgado y no precisamente provisto de una gran masa muscular, estuviera haciendo de entrenador de un todopoderoso. Alejé mis pensamientos desmoralizantes y me centré en mi trabajo, y mi trabajo era "su" cuerpo. Me obsesioné, tengo que decirlo. Todo el día pensaba en sus bíceps, sus tríceps, sus cuádriceps. Diseñaba formas más óptimas para aumentar el riego sanguíneo a cada una de sus fibras musculares. Investigaba estiramientos que alargaran dichas fibras y le dieran oxígeno y movilidad. En mi ojos flotaban a la noche, las gotas de sudor que de día se deslizaban por su cara, por su pecho, por sus abdominales tallados en piedra maciza.
Hércules era un portento y además siempre estaba feliz. Era ese tipo de felicidad acuosa de los peces, que no van más allá, que no tienen más memoria que la de un segundo y tres vueltas de pecera.
Las conversaciones más interesantes versaban sobre potingues que aportaban proteínas y diversas formas milagrosas de duplicar el volumen corporal. O sea, la conversación de mi súper hombre era un horror de los grandes, pero que más me daba. Me gustaba, me ponía, me tenía embobado. El problema es que me comencé a sentir cada vez más débil ante él. Y no me refiero a fuerza física, porque en eso siempre hubiese salido perdiendo. Más bien era una pérdida de mi fuerza interior; comencé a sentir celos hasta de las máquinas a las que abrazaba en su machaque diario. Celos de las miradas que le asignaban los compañeros de sala, los monitores, hasta el personal de limpieza. No distinguía si lo miraban por atractivo, por que lo deseaban, o simplemente porque era un elemento más del paisaje. Aquello de estar en el camino de la mirada de otro y formar parte en algún momento, de su pensamiento, de manera aleatoria. Los celos enfermizos, la sensación de haber perdido el control de mi vida, me hicieron pensar que tenía que poner distancia para volver a la normalidad. Lo jodido del tema es que era tarde. Colgaba mi tiempo pendiente de su tiempo, de sus llamadas, de sus miradas, de sus sesiones conmigo. Tenía que poner remedio a tanto descontrol si quería seguir vivo, porque ya ni comía ni descansaba como antes. Pero el despertador seguía sonando por las mañanas, y el trabajo me esperaba impertérrito. Me levantaba excitado. Me acostaba excitado. Era una bomba de relojería hormonal. Estar enganchado de Hércules me estaba trastornando. Por esos días comenzaban las obras de renovación de los vestuarios. El gimnasio se llenó  de paletas que exhibían tus torsos tostados por el sol, desnudos y llenos de polvo. Fuera por levantar pesas, o por levantar tochos, lo cierto es que estaba rodeado de hombres de diseño. Tuve una idea brillante. Era el momento perfecto.  Tenía que elegir: o Hércules,  o yo…

martes, 2 de julio de 2013

Mojito

Llegué temprano a la playa. Temprano para elegir sitio y para estar apartado lo máximo posible de todo tipo de ser humano. Si hay algo que me gusta es la paz de la soledad, el sonido de las olas, yendo y viniendo. El mar me relaja.
También he de decir, que como soy corto de vista, estar lejos de mujeres en topless o desnudas, me asegura seguir relajado. Porque hay momentos que permanecer inalterable, equilibrado y socialmente adaptado, me cuesta, con tanta belleza suelta. En los casos en que la desnudez no responde a los cánones de lo bonito, también suelo alterarme, por otros motivos ,claro, y con otras consecuencias.
Así que, elegir mi metro cuadrado, el adecuado para extender mi toalla, es vital. Intento estar en la dirección correcta en cuanto al sol, cerca de la orilla para remojarme si el calor me achicharra. Es agradable extenderme a lo largo en la arena caliente, dejando que la brisa me recorra y abandonando mis ideas a la suerte, sin retener los pensamientos, sin concentrarme en nada más que en el rumor insistente de la marea.
De ésta manera estaba ayer, tan a gusto.
El primero en retirarme de mi paraíso personal y exclusivo, fue un vendedor de mojitos. Con la piel cetrina, con unas manos lejos del concepto de la higiene personal que yo tengo, me enseñaba una bandeja de poliespan llena de vasitos de plástico con un brebaje que llevaba incluido una hojita verde menta. Estaba seguro que si plantaba la menta debajo de la uñas tendría una producción asegurada, tal era el grado de acumulación de tierra y/o desechos varios, de orígen desconocido. Algo así como el humus, y entenderme bien, humus como estrato de tierra muy fértil, y no con doble "m". Atrás le perseguía una china que me ofrecía un masaje, y más atrás otro personaje como el del mojito, pero que me ofrecía un pareo que flotaba ante mis ojos, floreado y con flecos. Mientras me preguntaba de donde habrían salido todos éstos individuos, negaba con la cabeza, dejando claro que no iba a comprar ningún objeto ni servicio. Aunque hubo un momento que me imaginé retratado con un pareo colorido, con una china masacrando mi espalda mientras en mi mano se derretía el hielo entre la menta del mojito, "menuda foto si la pudiera hacer de lejos", pensé. De muy lejos. Doscientos metros o así,  para después colgarla en el Facebook. Habría gente que hubiera pensado que estaba en Indonesia o Tailandia, seguro.
Me volví a extender a lo largo de mi toalla, ansiando recuperar el sendero del abandono físico y mental.
Un escarbar en la arena, que presentía por lo sonoro pero también por la desagradable lluvia de granos dorados que aterrizaban sobre mi cara, me sacó nuevamente de mi viaje interior. El paki de los mojitos, escarbaba el suelo y dejaba su tesoro bajo tierra. Una botella de ron.
Que yo recordara, al último que había visto escarbar así en la tierra, fue a mi perro, en mi infancia. Y era para enterrar huesitos o panes que no le apetecían en aquel momento.
Quizás fuera por el calor del sol, quizás por el continuo paso de la vigilia al estado de ensoñación, lo cierto es que todo me parecía extraño. ¿Cómo encontraría su tesoro en la extensión de la playa?. Si la gente de alrededor se movía ¿Qué referencia tendría el buen hombre para encontrar su huesito-botella ron?.
Cada vez me costaba más pensar, por lo que al sentir una sombra, creí firmemente en una nube o una gaviota gigantesca que se cruzaba sobre mi cabeza. Pero no.
    —Hola guapo, ¿puedo sentarme aquí, a tu lado?.
Cuando intentaba contestar, ella/él ya se había acomodado en una toalla monísima al lado de la mía. Era enorme, tenía unos pechos talla XXL y enseguida los esparció delante de mí.
Debo reconocer que tuve un ataque de pánico. Yo buscaba la tranquilidad y la soledad relativa de una playa en verano. Pero esto parecía una manifestación de personajes extraños en un metro cuadrado.
Me despedí de mi nuevo amigo/amiga con amabilidad, justificando mi abrupta partida, como si me sintiera culpable de retirarme.
También pensé en la botella de ron, que posiblemente quedara enterrada para siempre, al irme sin dejar referencia para el vendedor de mojitos.
Al recoger mis cosas, escuché el clic de una cámara que me fotografiaba. No me quise girar a mirar.
Me imaginé, me intuí, me presentí, en el facebook de alguien, que a lo mejor diría que estaba en Indonesia, o tal vez en Tailandia, con un pareo florido, una china masajista, y una nueva pareja, brindando con un mojito.

domingo, 16 de junio de 2013

La prueba

  —Doctor, pero que sorpresa, un gustazo verlo.
  —¿Qué tal Roberto? Qué casualidad encontrarnos entre tanta gente.
  —La verdad es un milagro, a veces me tengo que agarrar de la mano de mi mujer, no sé si para no perderme o para no escaparme, yo odio la playa, y más ésta, Mardel es insoportable.
  —¿Vió?, hay que sacar turno para bañarse en el mar, y no le digo nada para poner la sombrilla; ¿vino con la familia al completo?
  —Sí, con mi mujer y con los tres nenes, que se quedaron en el parque infantil que hay acá atrás, porque tienen un pelotero y varios juegos que les encantan, y bueno, ya sabe que yo por ellos hago lo que sea.
   —Sí, lo sé, como yo por los míos, me volvieron loco para venir a pasar unos días a la costa.
  —Usted, doctor, tiene cinco, ¿verdad?
  —Cinco.  Ahí andan también, en el parque de juegos, por suerte los mayores cuidan a los chicos y me dan un respiro.
  —Qué bárbaro, cinco son muchos. Usted es una máquina, yo con tres ya estoy más que cansado. ¿Le cebo un mate?
  —Bueno, y veo que es con limón, como a mí me gusta.Y claro, los chicos cansan, pero son la alegría de la casa, ¿verdad? ¿Cómo va Martincito? Ahora hace días que no lo veo.
  —Está mucho mejor, menos mal que lo encontramos a usted, si no, no sé qué hubiera pasado. Esta enfermedad de mierda... pero yo creo en los milagros, y en dios, ¿sabe?, y sé que se curará del todo.
  — Yo también creo en el de arriba  —miró hacia el cielo al decir esto, como siempre que aludía a la divinidad; lo que vio fueron las nubes, y entre ellas el helicóptero del guardacostas completando su enésimo y rutinario recorrido—.  Hay que rezar y confiar que nos deparará lo mejor.
  —Aunque a veces, doctor, le voy a confesar que he dudado, —dijo casi susurrando—  porque hay tanto hijo de puta suelto, usted perdone, pero es que es verdad, ¿cómo puede enfermar un niño de seis años?, ¿qué clase de dios hace eso y deja vivir a tanta gente mala?.
  —Tenemos que confiar, Roberto, por algo será, tendremos que aprender y nos pone a prueba, aunque no nos parezca justo  —le contestó el doctor devolviéndole el mate.
  —A veces creo que no hay nada, pero otras necesito creer y rezar, no me queda otra.
 — Seguro que todo irá bien —le dijo apretándole con afecto el brazo.
Se quedaron en silencio, como perdidos, mirando el escenario veraniego. Tantas veces había pensado lo mismo que Roberto. Pero al final su fe permanecía intacta. Se había criado en una familia religiosa y a pesar de ser un hombre de ciencias, a pesar de haber dudado, seguía creyendo en un dios justo.
Sonaban las olas en la orilla. Alrededor, todo era colorido, vida, alegría, arena, risas, juegos.
Y entonces, el helicóptero se agitó en el cielo estival de Mar del Plata, se ahogó en un mar de humo negro y explotó en diversos trozos y piezas.
La multitud que, hasta un momento atrás, había representado una escena azul y feliz, se transformó en un tumulto desordenado y confuso.
En un segundo, la vida, puede cambiar completamente.
Se escucharon gritos y una petición clara y desgarrada: "Un médico, un médico por favor"
Corrió con el alma encogida y con la premura del salvador que llevaba en su interior, aquél que, aún creyendo en un dios todopoderoso, hacía milagros intentando contrarrestar lo que el destino le marcaba a los niños.
  — ¡Soy médico, soy médico !—Gritó— soy médico pediatra.
  —Sígame, doctor, la hélice ha caído en el parque de los chicos, es una desgracia, es terrible.
Cuando llegaron, había un corrillo de gente casi silenciosa y un  reguero de sangre.
Se apartaron y lo dejaron pasar.
Había un niño decapitado. Cayó de rodillas, con un grito ahogado, con un grito de no poder aguantar ni un segundo más su vida. Y dios desapareció.
Era su hijo pequeño.