sábado, 25 de enero de 2014

Anegados (Capítulo final)


  —Ahora creo que es el momento de que agarrés la piedra y trates de recordar qué pasó.

  —Sí  —dije estirando mis manos sin dejar de mirar sus ojos—. Dámela.

  —¿Papá, qué estás haciendo  —Bramó una voz que yo ya conocía—, ya estás otra vez con tus historias? Esto no puede seguir así, perdoname —dijo dirigiéndose a mí Lidia, la masajista—, me tiene cansada, soy su hija ¿te acordás de mí? Nos conocimos el otro día  en el spa de las Termas.

  —¿No te podés meter en tu vida, Lidia, es que siempre me tenés que perseguir, que controlar? Yo no estoy loco, ¿me entendés?, no estoy loco, y si vos creés que lo estoy, entonces ¿por qué no me internás? —Gritaba Braulio con la mirada desencajada.

  —Perdoname, pero es que no entiendo nada —dije confusa.

  —Mirá Nora, te llamás Nora, ¿verdad? —asentí silenciosa—, cuando ocurrió el anegamiento del pueblo hubo un accidente muy triste. Una chica que mi papá adoraba fue arrastrada por las aguas el día que el pueblo desapareció. Era de la resistencia igual que él, los que lucharon más por no perder lo que había. Ella se encadenó pensando que no darían la orden de abrir las compuertas y tapar al pueblo, pero se equivocó y cuando quiso soltarse era demasiado tarde. Mi papá trató de salvarla y casi muere también en el intento. Lo encontramos tres días más tarde a unos cuántos kilómetros de nuestro pueblo porque la corriente lo había arrastrado y había quedado malherido y confuso. Desde entonces no se ha recuperado. Blanca murió, pero nunca encontramos su cuerpo, y tampoco se dijo nada a nivel oficial. Supongo que sabés que eran tiempos de silencio y de muertes extrañas, sin explicación.

  —Pero, ¿y la piedra? —Dije mirando a Braulio, que se había sentado con la cabeza entre las manos con una actitud vencida que no habría imaginado.

  —La piedra es una historia que él se ha inventado para creer que Blanca un día volverá, que está en alguna parte del mundo donde la tienen retenida o que nos ha olvidado, pero que volverá.

  —¿Y Raúl? ¿Y el Acuífero? ¿Y las fotos? Yo he visto las fotos en el museo, eso no me lo contó, lo vi yo misma.

  —¿Te dijo mi papá a qué se dedicaba, Nora?

  —No, no hubo tiempo —refunfuñé.

  —Dale Lidia, seguí con tu ataque, ya me contarás qué ganás con esto.

  —Nada papá, no gano nada, gano explicar lo que pasó y nada más, gano intentar que vos te centrés y dejés de inventar historias que no te permiten recuperarte —y se acercó a mí y me dijo—, mi papá es el mejor psicólogo hipnótico que ha tenido el país, creeme si te digo que su poder de sugestión es grandioso.

  —¿Me estás diciendo que lo que vi no existe, es un invento suyo insertado en mi mente? ¿Y cómo supo quién era, de dónde venía?

  —¡Lidia basta ya! ¿No te parece que es suficiente? No le hagas caso, Nora, mi hija es una traidora, una vendida, que no le interesa que vos regreses.

   —¿Una vendida a quién,  papá?¿ A las multinacionales, a las farmacéuticas, al FBI? ¿Qué película toca esta vez? —Y agarrándome por los hombros me dijo—: Lo mejor que podés hacer es alejarte, volver a Buenos Aires o a Madrid o adonde quieras, pero alejáte de él porque no está bien, y te hará daño con su manipulación. Raúl es su “socio”. Es quien le proporciona las “víctimas”.

  —Es muy triste lo que me estás diciendo, Lidia —dije apesadumbrada— ¿Es verdad, Braulio?

—Linda —me dijo con una sonrisa triste—, la verdad la sabrás vos, la verdad la podés encontrar con la cabeza, o con el corazón, buscá vos el camino que prefieras —y me tiró la piedra como si de una pelota se tratara, un pase mágico que podía definir un partido decisivo en una final imposible—, agarrala y decime quién gana.