martes, 17 de junio de 2014

¡Cuidado con la nena! El casamiento.

Al fin llegó el día de la boda. El primer problema lo tuve porque me querían vestir de princesita para hacer de dama de compañía o alguna boludez de esas, a lo que me negué rotundamente. Solamente me faltaba que me viera disfrazada Dami o la forra cara de coneja. La siguiente propuesta fue un vestido blanco con margaritas amarillas. Un horror, un queme, la ridiculez hecha moda. Al final logré que me dejaran tapar mis piernas flacas y chuecas con un pantalón, pero tuve que usar todos mis recursos emocionales: me enojé, lloré, imploré, y amenacé con aguar la fiesta a base de lamentos, así que me dejaron elegir el atuendo. A Tito lo vistieron como si fuera un chico de clase alta, un pibe concheto de Recoleta o Palermo, hasta lo peinaron con un jopo para el costado con un gel que le dejaba el pelito gomoso y brillante, como si le hubiese dado un lengüetazo el perro del vecino, que es un bóxer al que le cuelgan de los morritos un montón de babas espumosas. Todos estábamos tan elegantes que rechinábamos en el barrio, parecía carnaval, nos convertimos en una comparsa de brillos y colores. Eso sí, Abuelito estaba irresistible con un traje azul que le hacía juego con los ojos cobalto y con la corbata remoderna que le habíamos regalado para la ocasión. Los vecinos se agolparon en la iglesia para chusmear en general y los invitados charlaban alegremente de forma desordenada y sin ningún tipo de glamour, por supuesto. Lamentablemente la familia de Italia había tenido un retraso con el vuelo, y llegarían más tarde, perdiéndose así la ceremonia, aunque también he de decirles que como era la cuarta boda ya no lo vivían como un estreno sino más bien como una excusa para reunirse en familia. ¡Y qué familia, mamma mía! Estaba la tía María, que besaba como una ametralladora, en una descarga de stacatos que dejaba los cachetes dolidos; el tío Bruno, que fumaba unos puros asquerosos y que no entendía ni una pomada de argentino; los primos Rómulo y Remo, que no se llamaban así pero siempre iban con la tía Francesca como dos cachorros, a pesar de tener más años que la escultura de los nenes con la loba. En el séquito del sur de Italia venían muchos más, pero no me puedo demorar en el relato porque quiero que sepan cómo acabó la historia y salir a toda pastilla, y hoy tengo sesión de terapia con el pelado.
Así que estábamos todos tan ansiosos, con un calor que hacía en la iglesia que derretía hasta los santos y un olor a flores, a perfumes y a vela que me daba ganas de vomitar. ¿Vieron que los casamientos y los velatorios huelen igual?
 Me centro en la historia, que se me hace tarde. De repente vimos entrar a Lolita.  Ustedes pensarán, ¿y qué? Al fin y al cabo era la novia del momento, por lo tanto lo previsible era que entrara. El problema es que entró y se sentó como un invitado más, en uno de los bancos de madera de la iglesia. Y obviamente que no imaginábamos que iba a entrar empilchada de blanco virginal con un vestido de cola, pero es que entró vestida como para ir al almacén del gallego de la esquina a comprar pan, aceite o fiambre. Y además sin cara de casarse ni nada. De golpe se escuchó un murmullo creciente, una especie de despelote ruidoso con olor a sal mediterránea y entraron en tropel los tanos en un momento de emoción acuosa, sorpresa explosiva y besos tartamudos e infinitos. Una vez que se acomodaron y a duras penas hicieron silencio, recordamos que la novia estaba ahí, tan quietita y poco casamentera, que volvimos todos a preguntarnos qué estaba pasando, sin entender por qué Abuelito no hacía amago de acercarse hacia ella, ni se mostraba inquieto o asustado; al contrario, seguía elegantemente esperando en el altar con sus ojos azules radiantes y sonriendo a toda la parentela. En aquel momento comenzó a sonar una voz impresionante, una grabación de Pavarotti que coincidió con la apertura del portón principal, y en el dintel se recortó una figura: la de la novia. La cara no se le veía bien, por la luz azul que reflejaba sin piedad el verano, pero estaba claro que tenía un promedio de días significativamente menor que el promedio de las últimas conquistas de Abuelito. A medida que se fue acercando, las caras de los invitados fueron empalideciendo. Y la cosa se puso muy pero que muy fea, cuando luego de un murmullo in crescendo se escuchó claramente a Tito preguntar desde su inocencia infantil:
  —¿Qué es un “traba”, papá? ¿Eh, eh?  ¿Qué es un “traba”?