viernes, 18 de octubre de 2013

Anegados (Capítulo 3)

Me metí en las aguas al aire libre, rodeada de gente mayor que no dejaba de conversar animadamente. En mi búsqueda de información, decidí escuchar por fases lo que hablaban a mi alrededor, ya que, aunque no siempre fidedignos, los datos que se barajan en la calle tienen algo de certeza.
La primera charla estaba enfocada al fútbol, con la cercanía temporal del clásico Boca River.
  —Yo lo que le digo es que el referí es de un color, ¿me entiende?, y no va a tirar contra su propia camiseta, así que apoyará a uno o a otro, está claro.
  —¿Me está diciendo que estaba comprado? ¿Que el partido tenía final antes de jugarse?
  —Mire, yo no soy ningún boludo, ¿sabe lo que es el fútbol?, un negoción y está todo más que orquestado. Cuando era pibe me lo creía todo e incluso me ilusionaba yendo a la cancha. ¿Y ahora qué?; ahora corren sin ganas, flojitos, juegan a tirarse, ¿usted vio cuando piden tarjeta o cuando intentan ganar tiempo. Yo me vuelvo loco, mire, prefiero irme a dormir que ver a estos dandys que tienen la vaca atada y que ganan la mosca loca, y los hinchas discutiendo y poniéndose nerviosos.
  —En eso tiene razón, al final las hinchadas se matan a palos, la gente se apasiona, pierde los nervios y los que se llevan la guita son los jugadores, los entrenadores y la manga de chantas y mafiosos que manejan el negocio.
   —¿Vio? Ya vemos con otros ojos el súper clásico, pero igual le digo que el referí jugó en contra de Ríver, vendió el partido el hijo de puta....
A esas alturas decidí que tenía que buscar en otras fuentes, y me apunté al spa, a un masaje.
La masajista era una mujer de cuarenta y cinco años, que muy afectuosamente me invitó a estirarme en una camilla  rodeada de inciensos y velas. De fondo sonaba música de relax, y a punto estuve de olvidarme de todo y entregarme a disfrutar del momento, pero no podía. Mi intriga y mi curiosidad eran compañeras infructuosas y obsesivas. Así que le pregunté si era del pueblo, si había nacido allí. Su relato no tardó en ponerse en marcha. Al igual que mostraban interés por los visitantes y sus vidas, los oriundos del pueblo más tranquilo que había conocido nunca se mostraban encantados de explicar sus historias.
Ella había vivido en el pueblo anegado, recordaba sus calles, sus casas antiguas, majestuosas. La iglesia, tan bonita, donde se había casado. Y sobre todo recordaba los árboles, aquellos que poblaban las esquinas y se entrelazaban unos con otros, frondosos y húmedos, con sombras calmantes en los días infernales del verano. Cuando se vinieron al pueblo nuevo, una manzana cada semana, una cuadrícula de vecinos mudándose a sabiendas de que dejaban atrás sus historias, sus huellas, sus recuerdos, no tenían árboles. Ni calles. Ni iglesia. Las casas eran todas iguales, sin personalidad ni alma. Unas más grandes que otras, que por orden eran entregadas a las familias, según los integrantes y según lo dejado atrás. Pero no era así. Nada les había devuelto lo que dejaron atrás.
Sus manos se hundían en los músculos de mi espalda y su voz se contraía por la emoción de los recuerdos.
Todo lo tiraron abajo con máquinas, un espectáculo ruinoso de destrucción. Los muebles de las viejas casas, casas con plantas, con patio, con jardines, con vida compartida entre mates y charlas eternas y sin prisa, esos muebles no entraban en las habitaciones que les habían construido después de tanto pelear por sus derechos. Porque habían peleado. Unidos. Pero quién podía enfrentarse a quienes decidieron después de tantos años amenazando, casi treinta, que tenían que destruir y dejarlos sin pasado, sin historia. Ellos habían tenido club y cine. Habían tenido calles y recuerdos. Y los habían dejado sin nada. Cuando les informaron de que tenían que dejar sus hogares, fue categórica y veloz. Por la mañana les dejaban un canasto para sus pertenencias más justas, a la noche destruían su vivienda. Algunos pudieron llevarse algún trozo de cerámica de las paredes, algún cristal trabajado, alguna reja pequeña. Pero fueron muy pocos.
Ella recordaba incluso el olor del antiguo pueblo. No lo había vuelto a sentir nunca más.
Solo de vez en cuando, los niveles de la represa Salto Grande disminuyen. Es entonces que vuelven a mirar en el suelo, los cimientos de lo que alguna vez fueron sus casas. Vuelven los que sobrevivieron. Porque muchos murieron de pena. Otros murieron por error. Aunque aparentemente alguien sobrevivió de manera misteriosa, y apareció después de haberlo dado por muerto, cuando el agua cubrió casi definitivamente el pueblo.
Casi ya sabía la respuesta, pero tuve que preguntarle quién había sido.

3 comentarios:

  1. Acabo de leer los tres capítulos seguidos, y estoy intrigado por lo que el viejo "removería cielo y tierra". También me encanta como describes los detalles, como pinceladas disimuladas "levantando gotas de rocío con las chanclas", queremos más...

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